martes, 3 de abril de 2007

Pulsión de saber y deseo de enseñar

José Luis Uberetagoyena Loredo*

Habitualmente el docente ha olvidado su propia infancia y adolescencia, o ha imaginarizado el recuerdo de éstas dejando fuera todo lo que el narcisismo no tolera. No puede así hacerse cargo de una comprensión de las demandas de sus alumnos, dado que se ubica en una condición existencial totalmente diferente.
FOLLARI


1. Las encrucijadas de una posible pedagogía psicoanalítica

Queda claro que no existirá nunca una pedagogía psicoanalítica después de las minuciosas lecturas de Millot, Cefali y Filloux. Ha corrido mucha tinta sobre el asunto. Tal circunstancia significaría un contrasentido frente a los diversos y hasta antagónicos intereses de ambos campos. Sin embargo, las posibilidades críticas que el Psicoanálisis aporta, cuando practica una "lectura" del campo pedagógico, resultan útiles como un modo de ver allí donde prevalecen ciertas cegueras obstinadas.
El tema del deseo de enseñar como las resistencias que produce, me ha resultado atractivo desde mucho tiempo atrás. Vivimos en las instituciones escolares una inflación de Cognoscitivismo, que uno de sus efectos más serios está en cuanto al papel del maestro, convertido en "conductor", "acompañante", "coordinador" o simplemente "guía". Debo manifestar que experimento cierto malestar ante tales funciones reductoras de lo que ampliamente puede significar y ha significado históricamente ser maestro y su correlativa acción de enseñar.
La pregunta es insistente y no deja de hacerse: ¿para qué alguien, colocado en ese lugar, desea enseñar?, ¿enseñar qué y a quién? Por lo que hemos podido escuchar en diversas circunstancias y diversos ámbitos docentes, son muchas las "razones" que cada docente esgrime de por qué eligió ser maestro. Tienen diverso origen, producen diferentes discursos y están motivadas por distintas causas inconscientes aunque en apariencia las respuestas se pronuncien con un rasgo de seguridad y de dominio autoconsciente. Pero, ¿qué otro discurso transita por estas respuestas?, ¿qué otra escena, tras bambalinas, esboza? El registro inconsciente dibuja otro espacio psíquico cuyas líneas calidoscópicas toman formas inusitadas, desafiantes si aceptamos esta analogía para referirnos al intento de atravesar los fantasmas que constituyen las respuestas manifestadas en el discurso lógico consciente, resultado del proceso secundario.

2. Los múltiples imaginarios de la docencia

Muchas líneas dibujan un espacio en el que la labor docente es una compensación fantástica, imaginaria a carencias de atributos vividos en la infancia. Permiten al docente erigirse con una fuerza absoluta sobre aquellos a los que se dirige. Puede decirse que todo lo puede, que no hay imposibles para él. El absolutismo de tal predominio sobre lo que enseña, los tiempos que decide, las actividades que organiza y dispone, la marcha global de los procesos docentes sirven para consolidar una imaginaria y simbólica omnipotencia en el espacio del aula; su narcisismo se fortalece, el ideal del yo se ofrece como modelo, el yo ideal roza la completud y su imagen brilla esplendente.
Aunque pueda ser supervisado el docente y responda a los lineamientos de cada institución (hora de llegada, salida, tiempo de clase, pase de lista, permisos, actividades, exámenes, recesos, autorizaciones, etc.) materialmente el maestro goza de una libertad casi total frente al grupo que atiende. ¿Quién puede cuestionarle si sabe o no, enseña o no, se sale del programa o se apega a él; si está haciendo las cosas adecuadamente? Enseñar pasa por constituir una gratificación narcisista de poder hacer, al menos en el aula, en ese espacio matemáticamente reducido, pero amplio del espacio psíquico, imaginario, de vivirse sin falta, de negar momentáneamente algo de la castración constitutiva del sujeto. En el aula, el maestro y su deseo de enseñar, a intervalos despliega una sensación intensa de completud al lograr tan anhelada ilusión de ser omnipotente, de poder decir lo que debe hacerse, de qué modo y cuándo iniciar y cuándo concluir, y con qué resultados.
Es relativamente fácil inferir los diversos caminos que dicha situación gratificante establece. Los estilos de ejercicio de un poder tiene aquí su origen; autoritario o democrático, impositivo o permisivo; todos ellos residen en la oscura fuente inconsciente de cómo ha sido vivida la más remota infancia, las vicisitudes de esa prehistoria de la docencia y cuyas determinaciones inconscientes se ignoran a la hora de elegir "ser maestro", decisión ontológica que plantea lo que en apariencia se es: un intento de configurar o modelar un ser que en otros discursos psicológicos o sociológicos transitaría por la "vocación" pero cuyo fondo está movido por el intento mayúsculo de reparar alguna falta originaria. Cómo la castración en su carácter constitutivo del sujeto, como agujero o como deseo, comanda en sus líneas más primitivas algo de lo que se trasuntaría en la omnipotencia del maestro y de allí el deseo de enseñar y sus elaboraciones imaginarias.

3. El discurso educativo y sus fantasmas

Como afirmaba Lacan al referirse a todo discurso: no hay discurso que no sea del semblante; y esto es coincidente con el discurso resultante de la reflexión sobre lo que puede significar ser maestro o sobre los motivos de la elección de tal actividad. Esto se hace manifiesto cuando se les interroga a los sujetos implicados en la misma y entonces todo un conjunto de elaboraciones imaginarias surgen acordes con un modo particular de colocarse, de "posicionarse", frente al quehacer docente. Un amplio abanico desfila cuando se discurre sobre el asunto. Todo lo vivencial, todo aquello experimentado muchas veces en el silencio, fluye. Van desde pensar y creer que ser maestro es modelar arcilla o esculpir y así el alumno se convierte en una pieza moldeable a la que se le debe "conformar".
Sin duda esta elaboración alienta las ilusiones (en el sentido de expresión de un deseo) más variadas de realizar una labor perfecta, una "obra" de arte, en cuanto que "quitar" lo "inútil" y dejar lo "esencial", pasa por impedir también que el alumno pueda decidir sobre los particulares de su propia vida personal y académica, pues está sujeto a imperativos de un gran otro que toma las decisiones por él. De esta forma, el maestro tiene la creencia de que es mejor maestro en la medida en que más moldea una materia prima informe e inacabada, material bruto, "tabula rasa" que muy bien se corresponde con las concepciones epistemológicas empiristas.
Otro de los fantasmas docentes es la difundida idea del maestro que se materializa en la alegoría del sembrador. Aquí él es un agricultor que selecciona los mejores ingredientes para ser proporcionados como nutrimento que harán que el alumno surja "sano", "fuerte", vigoroso" porque las actividades pedagógicas, actitudes y tratos suministrados constituyen un magnífico "cultivo". De este modo, ser maestro es actuar, analógicamente, cuidando, supervisando que la siembra de valores, informaciones y sugerencias sea lo suficientemente "nutritiva" para que arroje una sustanciosa "cosecha" de hombres de bien, definidos de acuerdo con una orientación superyoica y en una modelación de un ideal del yo específico.
Al alumno en esta circunstancia le queda "absorber" tales "nutrientes", sin que tenga opción de oponerse de manera frontal, salvo que las resistencias de diverso cuño aparezcan sintomáticamente y sean interpretadas como de insuficiente absorción con la consiguiente descalificación, como de quien descarta los granos "malos" de los "buenos". Esta elaboración imaginaria conduce el proceso de enseñanza-aprendizaje hacia las más distintas nociones técnicas o tecnológicas de abandonar, suministrar, inyectar o administrar y en las que el maestro es el ejecutor y/o administrador, conductor o acompañante del proceso. El maestro se sueña como simiente, metáfora de la tierra de la que salen los mejores frutos. Elaboración imaginaria que reúne diversos sentidos.
Hay también una no menos eficaz manera de pensar la labor docente y es la compatible con el papel místico del sacerdocio. El maestro entiende su lugar como apostolado. Allí tiene un sitio ideal y su función es promover toda clase de identificaciones en los alumnos. El yo de los alumnos es diseñado a semejanza de las "virtudes" que el maestro debe reunir en su persona y entiende que el magisterio es un acto de devoción en beneficio de los demás. En este proceso entenderá que es fundamental "sacrificarse" por los otros para que se "realicen", se "formen" o sean "mejores" a expensas de su propia persona; sufrir por ellos: bajos salarios, débil reconocimiento, jornadas extras, enfermedades que nadie ve, orgánicas y psicológicas, porque él tiene la obligación o el deber, en el sentido doble de obligación y de deuda, de pensar primero por los demás antes que en él mismo.
Por estos motivos su actividad adquiere un sello emblemático, reconocido por la tradición pedagógica desde la Antigüedad hasta nuestros días, desde Comenio, Herbart, Pestalozzi, Piaget y Vigotsky, que colinda con el misticismo acendrado de los santos y que hace propicio el terreno para la gama de los masoquismos de todo cuño y encrucijadas sin salida de toda idealidad vivida al extremo de los sacrificios, de los holocaustos, con su goce singular e inescrutable muchas veces.
Otro modelo particular lo ofrece el maestro que vive la docencia con el propósito de transmitir un saber y que adquiere el nivel de una pasión hacia un objeto privilegiado, patentizado en el esmero hacia los conocimientos finamente organizados en un "sistema" o en una disciplina científica, en la atención a su "lógica", a sus conceptos y articulaciones en el discurso teórico, a su historicidad y transformaciones en el tiempo. El maestro aquí es un "oficiante", un intermediario y/o guardián de un saber que adquiere proporciones áureas y a cuya transmisión ofrenda su vida, pues en él ha recaído la custodia, con lo que produce el efecto de cierto privilegio; asimismo posee el encanto de algo iniciático cuya posesión hace diferencia con el resto de los mortales. A su tiempo, los alumnos son también incluidos en la categoría de "iniciados" si acceden, a esta custodia; si no, las posibles fallas son consideradas "fracturas" en la transmisión o barreras en el transporte.
Este saber, por su exaltación y seducción, adquiere un valor sublime, de "agalma" como diría Platón en la Erótica de su diálogo El Banquete; y el maestro se convierte en un custodio o centinela cuya persona sólo vale por la pasión puesta en el resguardo de tal saber.
En el intento de discernir la naturaleza de estas elaboraciones imaginarias puede proponerse que son modos de resistir frente a otro saber que sería el saber sobre el deseo. Si todo fantasma es precisamente un producto con el que el sujeto del inconsciente se confronta con la imposibilidad frente al objeto, a causa del deseo, es debido a que todas estas elaboraciones producen discursos con semblantes de verdad, apariencias fenoménicas articuladas con significantes en un perpetuo deslizamiento. Dicho de otra manera: estos discursos hacen barrera como para que la pregunta acerca de qué significa ser maestro o por qué se ha elegido ser maestro taponen la posibilidad de ir al encuentro por la igualmente candente interrogación sobre cuál es el deseo que subyace a ser maestro. Pregunta que remite al mismo tiempo al campo psicoanalítico y sus posibles vinculaciones con el educativo: pregunta por el sujeto y sus vicisitudes.
Pregunta productiva que provoca destellos imaginarios en los que cada uno de nosotros, los maestros, se posiciona de un modo peculiar, singular, subjetivando nuestro desempeño y produciendo efectos momentáneos y perdurables en nuestros alumnos, y asegurando su continuidad y fluidez como el deseo mismo que sólo desea desear. Por ello la pregunta qué significa ser maestro se sostenga en el soporte de una "X" y su función acaso sea tan sólo para mantener la continuidad y permanencia de la labor del maestro.
Ser maestro es asumir en sus diferentes matices y grados ciertas elaboraciones imaginarias que apuntan a cierto deseo en perpetuo movimiento. Saber esto es quizás preservar y perseverar en una docta ignorancia frente a ese deseo que nos habita.

4. El maestro y el poder de la omnipotencia narcisística

Hasta aquí todo parece transcurrir en una complaciente e idílica situación: el maestro ejerce en el aula un poder extenso que le procura una sensación de omnipotencia. ¿Qué sucede cuando los alumnos son reacios, obstinados, tercos, reticentes o desobedientes, opuestos a sus órdenes; resistentes, en suma?, ¿de qué modo esa "omnipotencia", cristalina, maravillosa se ve manchada o fisurada? No hay que olvidar que siempre existe un obstáculo al deseo de enseñar. De manera equivalente existe o se constituye al deseo de enseñar del maestro el deseo de no aprender. O mejor dicho una resistencia a tal iniciativa; una confrontación frente a tal intento que es vivido en ocasiones como una invasión del Otro. Se asume que el Otro me quiere comer o devorar; fantasía originaria que también remite a la prehistoria inconsciente y que arranca desde la relación con la madre.
El modelaje del Otro hace muchas veces que la labor docente adquiera tintes de perversión pues rebasa cierto límite de permisividad con respecto al derecho inalienable del sujeto para constituirse como "otro", álteros, y rechazar cualquier intento enajenante o invasor: ser como se quiera ser y en cambio ser maestro promueve en innumerables ocasiones la intención de querer hacer a los alumnos a semejanza de él mismo; queriendo que ellos sean como él; verse en un espejo, constituirse en el espejo donde ellos se reflejan. Este anclaje perverso se enlaza con su narcisismo acendrado e incluso, en cuanto se realiza de manera desplazada en una intensa fijación a la escuela, situación que además le es provista por el contexto social e institucional, para demostrar que él es la persona que sabe. Enseñar, así, es un tapón que se coloca a la pulsión de saber; es una gran defensa frente a todas las interrogantes que desde la más tierna infancia el sujeto se formula en torno a su propio origen, el deseo del que proviene y el lugar que ocupa en la genealogía familiar, porque no se confunde aquí lo que es el "conocimiento" del "saber"


5. El deseo de saber y el conocimiento escolar

El intento de articular el deseo de saber con el conjunto de conocimientos, habilidades y actitudes que se adquieren en el recinto escolar resulta complicado porque no hay una línea continua que relacione a ambos. Además de cierto carácter excéntrico entre un orden inconsciente y otro relativamente consciente. Son campos que responden a demandas diferentes. El deseo de saber está íntimamente vinculado a la subjetividad y a todas las preguntas que atañen al sujeto sobre los orígenes del deseo, mientras que el "conocer" va más hacia conocimientos escolares que fungen de pantalla a ciertas cuestiones que atañen al sujeto como tal.
Al contraponer o al distinguir "saber" de "conocer", se establece una diferencia que permite reconocer al sujeto escindido del psicoanálisis, asimismo identificar algunos rasgos característicos del campo pedagógico.
En este ensayo sólo se pretende hacer una primera y somera caracterización para que en un futuro trabajo se busquen las manifestaciones inconscientes que se prolongan en el campo pedagógico.
En el texto Las pulsiones y sus destinos (1915), Freud es muy claro al declarar que el objeto de la pulsión es lo que más varía, es decir, no tiene de forma natural o intrínseca un objeto fijo e inamovible. El cambio puede ser facilitado por el proceso de desplazamiento. La pulsión puede desplazarse de un objeto a otro y con éste reemplazar al primero para la lograr la satisfacción.
Freud dice que el fin de la pulsión es la satisfacción e intenta percibir por cuáles vías pretende alcanzar este propósito. Con el cambio de objeto, el saber puede ser uno de estos objetos sustitutos y ser el origen de la sublimación.
El saber puede convertirse en objeto de pulsión en el momento de la crisis edípica, es decir, el niño, frente a la prohibición de su deseo edípico, puede encontrar en el saber un sustituto para la satisfacción. Con ello, Freud demostró la existencia de una pulsión de saber, situada en el momento del Complejo de Edipo. Dicha pulsión es la mezcla de las pulsiones de ver y de apoderamiento. Éstas se asocian a la pulsión sexual referida preponderantemente al problema del origen, de dónde vienen los niños: ¿de dónde vengo yo?, ¿cómo llegué al mundo?, ¿qué sucede entre los padres?, ¿cómo se gesta o permanece el niño dentro del vientre materno?, ¿qué lugar ocupa el padre en todo esto para llegar al mundo?, ¿cómo se hace para que no venga otro y tome mi lugar?, en última instancia remiten a ¿de qué deseos nací?
Vista así la pulsión de saber está estrechamente vinculada con la sexualidad. Freud dice que esta pulsión es conflictiva dado que encuentra en su camino una prohibición; una prohibición de los padres: no tienes que saber. Esta interdicción produce la curiosidad sexual, el deseo de saber, y que para satisfacerse debe transgredir tal prohibición. De ahí que sea una fuente de culpabilidad y remordimiento y sea la primera manifestación de independencia del niño, porque estrictamente es una búsqueda que hace solo y en contra de la voluntad de los padres.
El deseo de saber está vinculado al desarrollo de la libido y a los destinos de la pulsión (represión, inhibición, sublimación), pero sobre todo, lo esencial es que gira sobre el deseo del Otro que es una curiosidad soportada por un enigma: ¿cuál es el deseo de la madre por él?, ¿qué lugar ocupa el niño en ese deseo del cual se siente excluido?
En suma, en la pulsión de saber gravitan los fantasmas originarios del sujeto, los que lo constituyen como deseante (sobre el nacimiento, la diferencia de sexos, el órgano genital masculino, etc.) en el complejo edípico que lo estructura. Y aunque no hay saber sobre lo sexual porque hay disyunción lógica entre el saber y la sexualidad es pertinente examinar sobre qué quiere saber el niño cuando va a la escuela, de qué modo se erotiza el conocimiento de las asignaturas escolares colocándolo como objeto sustituto de ese saber sobre el que quisiera saber y que se coloca encima como tapón que vela u oculta y que en muchas ocasiones el niño confunde o desplaza.
Ser maestro es sostener, incluso a pesar de lo anterior, un deseo de enseñar y estar consciente de la disyunción entre saber y conocimiento implica reconocer que la escuela no es el espacio que propicia las respuestas a las interrogantes sobre la constitución del sujeto, pues no hay saber sobre la sexualidad ni sobre el deseo. Afirmar esto no es tampoco hacer una apología de la ignorancia; seguirán existiendo maestros que ignoren por qué eligieron tal profesión, se seguirán formulando preguntas en torno a tal enigma, pero el deseo de enseñar se sostendrá por la existencia de una pulsión de saber que no sabe acerca de su propio origen.



BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA

MILLOT, Catherine Freud antipedagogo. Buenos Aires, Paidós, 1990.


CIFALI, Mireille. ¿Freud antipedagogo? México Siglo XX, 1992.

MANNONI, Octave. Psicoanálisis y enseñanza. Buenos Aires, Paidós, 1982.

FREUD, Sigmund. "Tres ensayos de Teoría sexual" en Obras completas Vol. 7 Buenos Aires, Amorrortu, 1981.

FREUD, Sigmund. "Pulsiones y destinos de pulsión" en Obras completas Vol. 14 Buenos Aires, Amorrortu, 1981.

FILLOUX, Jean-Claude. Campo pedagógico y psicoanálisis. Buenos Aires, Nueva visión, 2001.

VARIOS. Antologías II, III, IV, V, del Diplomado en enfoques psicoanalíticos de la educación. México, Benemérita Escuela Nacional de Maestros


* Profesor de la UPN Unidad095 Azcapotzalco

1 comentario:

Anónimo dijo...

Por qué pensar al docente como "guía" sería una "reducción"?
Por otra parte: que un docente se posicione en un lugar de omnipotencia no es algo intrínseco a ese rol sino, en todo caso, algo que dependerá de características personales y posicionamientos diversos en filosofía de la educación. La tarea docente -quien es docente lo sabe sobradamente- es una de las actividades humanas que más expone a las limitaciones propias y de la propia actividad. No la veo como oportunidad de negación de la propia castración, sino más bien lo contrario.